La primera (distorsión) es la tendencia a considerar como ley natural y divina lo que en realidad son normas eclesiásticas. La segunda distorsión, consecuencia de la anterior, es la no aceptación de una ética laica, válida para todos los ciudadanos y ciudadanas. La tercera (…) una lectura fundamentalista de los textos bíblicos relativos a la homosexualidad.
Estas son algunas de las afirmaciones que hacia en enero del 2006 JUAN JOSÉ TAMAYO, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Nuevo Diccionario de Teología
(Trotta, Madrid, 2005)
ECLESALIA, 18/01/06.- La relación entre homosexualidad y cristianismo es un tema complejo, sobre el que no se suele hablar con serenidad y equilibrio. Se opera con estereotipos, prejuicios y concepciones míticas, debido a una educación religiosa y cívica caracterizada por la homofobia. Faltan objetividad, rigor y respeto en el tratamiento sobre el tema. La tendencia es a la descalificación. Antes de informarse, la gente opina y no precisamente para comprender sino para condenar.
La Iglesia católica es una de las organizaciones internacionales que más veces se ha pronunciado públicamente sobre la homosexualidad, y siempre con tonos negativos y condenatorios. Otros organismos internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo, etc., se han mostrado más comprensivos, tolerantes y abiertos.
El primer dato a tener en cuenta en esta materia es el amplio pluralismo que existe entre los colectivos de cristianos y cristianas (aquí me circunscribiré a los católicos). Por una parte están las posiciones de la jerarquía católica en bloque, sin fisuras, al menos externas, y de algunas organizaciones católicas que consideran éticamente desordenada la mera inclinación de la persona homosexual; califican la práctica homosexual de inmoral y abominable; acusan a los gays y lesbianas de personas depravadas, virus para la sociedad y moralmente malos; comparan a los matrimonios homosexuales con la acuñación de moneda falsa y les aplican valoraciones como éstas: corrupción y falsificación legal de la institución matrimonial, retroceso en el camino de la civilización, lesión grave de los derechos fundamentales del matrimonio y de la familia, atentado contra la armonía de la creación, quiebra de la estabilidad social en su entraña más profunda y desfiguración de la imagen del hombre y de la familia. A su vez, expresan su dolor por los perjuicios causados a los niños entregados en adopción a esos “falsos matrimonios”.
De otra parte están los planteamientos de numerosos colectivos de teólogos, teólogas, grupos de base, lesbianas y gays cristianos, que disienten de la jerarquía y la acusan de beligerante y totalitaria. Estos colectivos defienden un modelo de convivencia caracterizado por el respeto y la libertad, justifican la homosexualidad como una forma legítima de ejercer la sexualidad, reclaman el derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio tanto civil como religioso, ya que son unidades de convivencia y afecto en igualdad de condiciones que las personas heterosexuales, y a la adopción.
Los puntos de acuerdo entre la jerarquía y los colectivos citados son mínimos, por no decir
nulos. La fractura no puede ser mayor. Intentando objetivar el tema, creo que el problema
de fondo radica en una serie de distorsiones que paso a explicitar.
1. La primera es la tendencia a considerar como ley natural y divina lo que en realidad son normas eclesiásticas. Es la estrategia de los obispos y de sus asesores -entre los que se contaba hasta su fallecimiento el banquero Rafael Termes-, para imponer a toda la ciudadanía una concepción del matrimonio y la sexualidad que pertenece a la doctrina moral de la Iglesia católica de una determinada época histórica hoy en revisión.
La jerarquía pretende poner límites a los legisladores en el ejercicio de su función, acusándolos, en el caso de la ley que regula el matrimonio homosexual, de ir contra la ley natural, de negar de manera flagrante datos antropológicos fundamentales y de llevar a cabo una auténtica subversión de los principios morales más básicos del orden social. Lo que subyace a este planteamiento es la resistencia a reconocer el Estado no confesional y a aceptar el pluralismo ideológico, religioso y moral de la sociedad española. Parapetarse en la ley natural para impedir a los legisladores cumplir con su función de debatir y aprobar las leyes en sede parlamentaria constituye una crasa negación del poder legislativo, que es uno de los poderes del Estado moderno. Además, el propio concepto de ley natural está hoy puesto en cuestión y es de dudosa validez en el terreno jurídico, pero también en el filosófico, y no digamos en el teologico.
2. La segunda distorsión, consecuencia de la anterior, es la no aceptación de una ética
laica, válida para todos los ciudadanos y ciudadanas, independientemente de sus creencias
e ideologías. El proceso de secularización ha establecido una justificada separación entre
la esfera religiosa y la cívica, que los obispos harían bien en respetar y, a partir de ahí,
colaborar en la búsqueda consensuada de unos mínimos de ética laica compartidos por
todos los ciudadanos y ciudadanas, dentro del respeto a las normas morales de las distintas
tradiciones religiosas.
3. La tercera es interna al propio catolicismo y me parece fundamental desde el punto de vista teológico. Consiste en una lectura fundamentalista de los textos bíblicos relativos a la homosexualidad. Voy a poner un par de ejemplos. El primero es el de Sodoma y Gomorra (Gn 19,1-11). Según la interpretación tradicional, el pecado de los habitantes de esas dos ciudades fue mantener relaciones homosexuales. Sin embargo, según la interpretación que hoy parece más correcta, lo que se condena no es la homosexualidad en sí, sino la dureza de corazón de los sodomitas, la violación de hombre con hombre, que implica una humillación, la ofensa a los extranjeros a quienes Lot había acogido en su casa ejerciendo la virtud de la hospitalidad. La teóloga norteamericana Alice Winter demuestra que el pecado de estas dos ciudades se concreta en un sistema de injusticia y opresión defendido por una pequeña elite para asegurarse una vida en abundancia y ociosidad a costa de los pobres. En definitiva es la falta de hospitalidad para con los extranjeros lo que se condena.
El segundo ejemplo son las prescripciones del Levítico. En un texto de este libro (18,22) se califica la homosexualidad masculina como abominable. En otro (20,13) se dice que si un varón se acuesta con otro varón, ambos cometen una abominación y deben morir.
Los dos textos deben ser leídos en su contexto. En la legislación hebrea se ordena pena de muerte para quienes maldicen a sus padres, para los adúlteros, los incestuosos y los pecados de animalismo. Se considera igualmente abominable mantener relaciones sexuales con una mujer durante la menstruación. Por el contrario, se permite vender a la hija como esclava, poseer esclavos, tanto varones como hembras, siempre que se adquieran en naciones vecinas. Se establece la pena de muerte para quien transgrede el precepto del descanso sabático y osa trabajar el séptimo día. Se prohíbe acceder al altar a toda persona con algún defecto corporal. ¿Hay que interpretar estos textos en su sentido literal? Decididamente, no. Lo que estas prohibiciones quieren poner de relieve es el carácter peculiar del pueblo hebreo como pueblo de Dios, que se distingue del resto de los pueblos. La condena de la homosexualidad así como otras prácticas no se basa en razones sexuales sino en razones religiosas. El problema no se plantea en el terreno moral, sino en el de la identidad étnica y el de la pureza.
Yo creo que el conflicto o la incompatibilidad entre cristianismo y homosexualidad carecen de base tanto antropológica como teológica. Coincido con el teólogo holandés Edward Schillebeeckx en que no existe una ética cristiana respecto a la homosexualidad.
Se trata de una realidad humana que debe asumirse como tal sin apelar a valoraciones morales excluyentes. A mi juicio, no existen criterios específicamente cristianos para juzgarla. La incompatibilidad en el cristianismo no se da entre ser cristiano y ser homosexual, sino entre ser cristiano y ser insolidario, entre ser cristiano y ser homófono, o, como dice el evangelio, entre servir a Dios y al dinero.
La teología del matrimonio con la que operan de manera generalizada no pocas iglesias cristianas se elaboró en una cultura, una sociedad y una religión homófobas y patriarcales, que imponían la sumisión de la mujer el varón y la exclusión de los homosexuales de la experiencia del amor. Hoy se necesita reformular dicha teología, para que sea inclusiva de las distintas tendencias sexuales que deben vivirse desde la libertad, el respeto a la alteridad, dentro de unas relaciones igualitarias y no opresivas. Los teólogos y las teólogas tenemos aquí un papel importante que jugar, pero sin dogmatizar, sino desde la apertura a las nuevas investigaciones científicas en esta materia y desde la sensibilidad hacia los nuevos modelos de pareja, pero sin anatematizar a priori ni moralizar. Antes de juzgar, y en algunos casos de condenar, haríamos bien en salir del analfabetismo enciclopédico en que con frecuencia estamos instalados los cultivadores de la teología. Primero estudiar, informarse. Seguro que el juicio entonces estará más razonado y será más comprensivo y tolerante. El dogmatismo nunca ha sido buen acompañante de la reflexión y menos aún de los juicios morales.
Estas son algunas de las afirmaciones que hacia en enero del 2006 JUAN JOSÉ TAMAYO, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Nuevo Diccionario de Teología
(Trotta, Madrid, 2005)
ECLESALIA, 18/01/06.- La relación entre homosexualidad y cristianismo es un tema complejo, sobre el que no se suele hablar con serenidad y equilibrio. Se opera con estereotipos, prejuicios y concepciones míticas, debido a una educación religiosa y cívica caracterizada por la homofobia. Faltan objetividad, rigor y respeto en el tratamiento sobre el tema. La tendencia es a la descalificación. Antes de informarse, la gente opina y no precisamente para comprender sino para condenar.
La Iglesia católica es una de las organizaciones internacionales que más veces se ha pronunciado públicamente sobre la homosexualidad, y siempre con tonos negativos y condenatorios. Otros organismos internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo, etc., se han mostrado más comprensivos, tolerantes y abiertos.
El primer dato a tener en cuenta en esta materia es el amplio pluralismo que existe entre los colectivos de cristianos y cristianas (aquí me circunscribiré a los católicos). Por una parte están las posiciones de la jerarquía católica en bloque, sin fisuras, al menos externas, y de algunas organizaciones católicas que consideran éticamente desordenada la mera inclinación de la persona homosexual; califican la práctica homosexual de inmoral y abominable; acusan a los gays y lesbianas de personas depravadas, virus para la sociedad y moralmente malos; comparan a los matrimonios homosexuales con la acuñación de moneda falsa y les aplican valoraciones como éstas: corrupción y falsificación legal de la institución matrimonial, retroceso en el camino de la civilización, lesión grave de los derechos fundamentales del matrimonio y de la familia, atentado contra la armonía de la creación, quiebra de la estabilidad social en su entraña más profunda y desfiguración de la imagen del hombre y de la familia. A su vez, expresan su dolor por los perjuicios causados a los niños entregados en adopción a esos “falsos matrimonios”.
De otra parte están los planteamientos de numerosos colectivos de teólogos, teólogas, grupos de base, lesbianas y gays cristianos, que disienten de la jerarquía y la acusan de beligerante y totalitaria. Estos colectivos defienden un modelo de convivencia caracterizado por el respeto y la libertad, justifican la homosexualidad como una forma legítima de ejercer la sexualidad, reclaman el derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio tanto civil como religioso, ya que son unidades de convivencia y afecto en igualdad de condiciones que las personas heterosexuales, y a la adopción.
Los puntos de acuerdo entre la jerarquía y los colectivos citados son mínimos, por no decir
nulos. La fractura no puede ser mayor. Intentando objetivar el tema, creo que el problema
de fondo radica en una serie de distorsiones que paso a explicitar.
1. La primera es la tendencia a considerar como ley natural y divina lo que en realidad son normas eclesiásticas. Es la estrategia de los obispos y de sus asesores -entre los que se contaba hasta su fallecimiento el banquero Rafael Termes-, para imponer a toda la ciudadanía una concepción del matrimonio y la sexualidad que pertenece a la doctrina moral de la Iglesia católica de una determinada época histórica hoy en revisión.
La jerarquía pretende poner límites a los legisladores en el ejercicio de su función, acusándolos, en el caso de la ley que regula el matrimonio homosexual, de ir contra la ley natural, de negar de manera flagrante datos antropológicos fundamentales y de llevar a cabo una auténtica subversión de los principios morales más básicos del orden social. Lo que subyace a este planteamiento es la resistencia a reconocer el Estado no confesional y a aceptar el pluralismo ideológico, religioso y moral de la sociedad española. Parapetarse en la ley natural para impedir a los legisladores cumplir con su función de debatir y aprobar las leyes en sede parlamentaria constituye una crasa negación del poder legislativo, que es uno de los poderes del Estado moderno. Además, el propio concepto de ley natural está hoy puesto en cuestión y es de dudosa validez en el terreno jurídico, pero también en el filosófico, y no digamos en el teologico.
2. La segunda distorsión, consecuencia de la anterior, es la no aceptación de una ética
laica, válida para todos los ciudadanos y ciudadanas, independientemente de sus creencias
e ideologías. El proceso de secularización ha establecido una justificada separación entre
la esfera religiosa y la cívica, que los obispos harían bien en respetar y, a partir de ahí,
colaborar en la búsqueda consensuada de unos mínimos de ética laica compartidos por
todos los ciudadanos y ciudadanas, dentro del respeto a las normas morales de las distintas
tradiciones religiosas.
3. La tercera es interna al propio catolicismo y me parece fundamental desde el punto de vista teológico. Consiste en una lectura fundamentalista de los textos bíblicos relativos a la homosexualidad. Voy a poner un par de ejemplos. El primero es el de Sodoma y Gomorra (Gn 19,1-11). Según la interpretación tradicional, el pecado de los habitantes de esas dos ciudades fue mantener relaciones homosexuales. Sin embargo, según la interpretación que hoy parece más correcta, lo que se condena no es la homosexualidad en sí, sino la dureza de corazón de los sodomitas, la violación de hombre con hombre, que implica una humillación, la ofensa a los extranjeros a quienes Lot había acogido en su casa ejerciendo la virtud de la hospitalidad. La teóloga norteamericana Alice Winter demuestra que el pecado de estas dos ciudades se concreta en un sistema de injusticia y opresión defendido por una pequeña elite para asegurarse una vida en abundancia y ociosidad a costa de los pobres. En definitiva es la falta de hospitalidad para con los extranjeros lo que se condena.
El segundo ejemplo son las prescripciones del Levítico. En un texto de este libro (18,22) se califica la homosexualidad masculina como abominable. En otro (20,13) se dice que si un varón se acuesta con otro varón, ambos cometen una abominación y deben morir.
Los dos textos deben ser leídos en su contexto. En la legislación hebrea se ordena pena de muerte para quienes maldicen a sus padres, para los adúlteros, los incestuosos y los pecados de animalismo. Se considera igualmente abominable mantener relaciones sexuales con una mujer durante la menstruación. Por el contrario, se permite vender a la hija como esclava, poseer esclavos, tanto varones como hembras, siempre que se adquieran en naciones vecinas. Se establece la pena de muerte para quien transgrede el precepto del descanso sabático y osa trabajar el séptimo día. Se prohíbe acceder al altar a toda persona con algún defecto corporal. ¿Hay que interpretar estos textos en su sentido literal? Decididamente, no. Lo que estas prohibiciones quieren poner de relieve es el carácter peculiar del pueblo hebreo como pueblo de Dios, que se distingue del resto de los pueblos. La condena de la homosexualidad así como otras prácticas no se basa en razones sexuales sino en razones religiosas. El problema no se plantea en el terreno moral, sino en el de la identidad étnica y el de la pureza.
Yo creo que el conflicto o la incompatibilidad entre cristianismo y homosexualidad carecen de base tanto antropológica como teológica. Coincido con el teólogo holandés Edward Schillebeeckx en que no existe una ética cristiana respecto a la homosexualidad.
Se trata de una realidad humana que debe asumirse como tal sin apelar a valoraciones morales excluyentes. A mi juicio, no existen criterios específicamente cristianos para juzgarla. La incompatibilidad en el cristianismo no se da entre ser cristiano y ser homosexual, sino entre ser cristiano y ser insolidario, entre ser cristiano y ser homófono, o, como dice el evangelio, entre servir a Dios y al dinero.
La teología del matrimonio con la que operan de manera generalizada no pocas iglesias cristianas se elaboró en una cultura, una sociedad y una religión homófobas y patriarcales, que imponían la sumisión de la mujer el varón y la exclusión de los homosexuales de la experiencia del amor. Hoy se necesita reformular dicha teología, para que sea inclusiva de las distintas tendencias sexuales que deben vivirse desde la libertad, el respeto a la alteridad, dentro de unas relaciones igualitarias y no opresivas. Los teólogos y las teólogas tenemos aquí un papel importante que jugar, pero sin dogmatizar, sino desde la apertura a las nuevas investigaciones científicas en esta materia y desde la sensibilidad hacia los nuevos modelos de pareja, pero sin anatematizar a priori ni moralizar. Antes de juzgar, y en algunos casos de condenar, haríamos bien en salir del analfabetismo enciclopédico en que con frecuencia estamos instalados los cultivadores de la teología. Primero estudiar, informarse. Seguro que el juicio entonces estará más razonado y será más comprensivo y tolerante. El dogmatismo nunca ha sido buen acompañante de la reflexión y menos aún de los juicios morales.
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
18/01/2006 19:05. Autor: ecleSALia.net
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