Un día, tampoco sé bien cuándo ni importa ahora, leí un texto de Ignacio Ellacuría y al poco otro de Juan Luis Segundo. Son teólogos de la liberación, como el lector sabe, y allí aprecié algo en lo que no había pensado. Era esta idea, o quizá más que una idea, una máxima vital: “Nunca digan que los pobres han perdido la dignidad humana, ni en situaciones extremas, pues la dignidad de su ser personas es lo único que les queda contra la opresión y el olvido”. Y seguían estos maestros de lo mejor de la vida en común con su intuición irrenunciable: “La dignidad, –venían a decir–, es lo único que le queda al ser humano más pobre, a la víctima de la mayor injusticia, para rebelarse cuando se lo han quitado todo”. Poco después, o quizá antes, ¡qué más da!, leí esto mismo en nuestro Juan Luis Ruiz de la Peña. Sólo por esto, descanse en paz. Se lo merece.
Y es verdad. La dignidad del ser humano, esa realidad óntica y moral que se expresa como inteligencia y libertad, y de la que derivan nuestros derechos fundamentales, es nuestro bien por excelencia; y en su excelencia única, es la realidad que nadie puede negar para defender sus propios derechos. Esto es lo que hay detrás de una ética civil y de una democracia política. Y esto es lo que cuestiona de manera absoluta la “justicia” de la legalidad internacional y la perversa manera de resolver hoy, por ejemplo, la crisis económica y su reparto de esfuerzos.
Es sabido que la distancia que media entre los principios éticos y la realidad social hay que salvarla con sabiduría política y moral. Es decir, hay que tener habilidad política para conseguir el equilibrio posible, en un lugar y momento determinados, entre los recursos de todo tipo y los diversos objetivos sociales. Este equilibrio social tiene siempre un hilo conductor en su moralidad y su realismo. No es otro que el respeto de la dignidad y los derechos humanos de todos, y su primera medida, las necesidades más fundamentales de la gente más pobre y débil. Con discernimiento sobre las responsabilidades personales, y con exigencia en su caso, desde luego que sí; pero con las necesidades y libertades de los más débiles en el centro. Sin los más pobres y débiles, no hay dignidad humana para los demás. Sería una nueva manera de amurallar el castillo del señor feudal.
Como yo procedo del mundo cristiano y católico, es lógico que reclame una posición absolutamente firme de la Iglesia en cuanto a la dignidad humana, con todas sus consecuencias personales y sociales. Hace tiempo, demasiado, que el discurso moral de la Iglesia Católica es rotundo en cuanto a la dignidad humana de todos, pero muy pobre en sus consecuencias sociales para ella y para el mundo. No son ganas de polémica. Lo digo porque me importa mucho.
José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete
Experto en Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz.
Experto en Moral Social Cristiana
Vitoria-Gasteiz.
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