lunes, 18 de febrero de 2013

RATZINGER EL GRAN AJEDRECISTA


Jorge A. Gerbaldo
Extrema sorpresa vivió el mundo, el martes 12 de febrero de este 2013, al conocerse a media mañana romana, que Benedicto XVI, en un muy ajustado mensaje, anunció su renuncia (¿abdicación?) a su responsabilidad como sucesor de Pedro, máxima responsabilidad de la Iglesia Católica Romana.
Lo extraño de la situación, dado lo poco habitual del suceso, destrabó los más extraños análisis y los aventurados vaticinios respecto al futuro de tan influyente comunidad religiosa.
Todos coinciden en la profunda crisis que la Iglesia Católica Romana sufre desde hace un par de décadas, aunque las repercusiones alcanzadas por la decisión Papal parecieran señalar que la crisis no alcanza a la influencia política que los gobiernos occidentales sienten por parte del liderazgo católico.
Cuando un Papa muere, uno siente en primer lugar la necesidad de rezar por su alma y en segundo lugar pedir que el designado sea capaz de cubrir con las necesidades que en cada momento histórico, la Iglesia, como Pueblo de Dios que peregrina en la tierra, necesita para alcanzar su plenitud.
Ahora cuando un Papa renuncia, lo primero que nos surge es preguntarnos: qué ha motivado tamaña decisión? Y eso, es lo que ha llenado las primeras planas de los diarios del mundo en estos días. Seguramente lo seguirá haciendo hasta el día en que comience el cónclave para la designación del nuevo Papa, en que se empezará a escribir sobre los posibles candidatos y el color del humo de las famosas “Fumattas”.
Dicen algunos especialistas “vaticanistas”, que sobre estos temas “los que saben no hablan y los que hablan no saben”. Seguramente es así, por ello, como no sabemos, pero podemos pensar, es que se me ocurrió analizar las que creo son las causas del retiro de Benedicto y sus consecuencias en el futuro de la Iglesia de la cual indignamente formo parte.
Como todos han dicho, los años del pontificado de Benedicto han sido años signados por gravísimos conflictos: pedofilia; restauración preconciliar con el acercamiento a los sacerdotes lefebvristas; la situación de los “Legionarios de Cristo” y su fundador; el enfrentamiento personal con los responsables de las teologías emergentes (teología de la liberación, teología feminista, teología ecológica; eclesiología renovadora, etc.); su poca preocupación por el diálogo interreligioso; y así podemos seguir con muchos otros temas.
Pero ante todo su problema fundamental es su propia historia. Como responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger fue el hombre más influyente del papado de Juan Pablo II. Desde ese puesto signó esa etapa como la contra cara del Concilio Vaticano II. Cuentan que Juan XXIII, cuando habló con los cardenales de la necesidad de un Concilio, dijo que la Iglesia debía abrir sus ventanas para recibir aire fresco, y que en ese renovar el aire, seguro algunos se resfriarían. Parece que luego de la pronta muerte de Juan Pablo I, algunos desarrollaron los anticuerpos del resfrío y salieron a enfrentar estos aires de cambio.
Ratzinger, luego de ser uno de los teólogos fundamentales del Concilio, encabezó desde la teología esta ola conservadora que fue destruyendo cada uno de los movimientos fundacionales de una Iglesia que buscaba reconciliarse con una sociedad que había cambiado en profundidad.
Allá a principios de los ochenta, con su condena a la teología latinoamericana de la liberación, inició el movimiento restaurador dentro de la Iglesia. El nacimiento de los movimientos eclesiales de tinte conservador, sirvieron como ariete al enfrentamiento a toda posible renovación que surja desde las bases cristianas, viviendo su espíritu comunitario como raíz de un cambio en el compromiso de la Iglesia con su tiempo.
“…Lo cristiano existe esencialmente en la Iglesia, la renovación cristiana pretende en concreto la renovación de la Iglesia; no quiere sustituir o disolver la Iglesia, sino, repitámoslo, sacarla a luz con su primitiva fuerza y pureza.”[1] Esto decía Ratzinger cuando aún creía en la necesidad del cambio. Luego, enfrentó a todo aquello que buscara este objetivo, por él explicitado.
Como dijo Leonardo Boff en una entrevista a la cadena Telesur, Benedicto, desde su paso por el ex Santo Oficio, creó toda una estructura de temor y control. El mismo Boff sufrió ese sistema de control ideológico, con condenas que terminaron en duras prohibiciones. Del mismo modo el teólogo jesuita Jon Sobrino, un español nacionalizado salvadoreño, uno de los teólogos más brillantes del final del milenio, fue condenado por él, al no acordar criterios teológicos con el “gran censor” de Juan Pablo.
Esa estructura, sumada a la tan mentada burocracia vaticana, recibieron como a un santo durante años a Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo (luego descubierto como pedófilo que abusaba de sus propios hijos) y condenaron al exilio intelectual a todo pensador cristiano que tuviera el atrevimiento de proponer la necesidad de una “glasnot” eclesial y una profunda reforma en la visión moral de la Iglesia respecto a las actitudes que los pueblos han ido desarrollando en su crecimiento como sociedades maduras que buscan integrar a todos en su seno.
Este es el Papa que hoy ha renunciado. No obstante ello, también debe decirse que hizo cosas que fueron rescatables, tales como las instrucciones para el tratamiento de casos de pedofilia por parte del clero, que indicaba como obligatorio la denuncia a la justicia ordinaria del país en que sucedieron los hechos. A pesar de esto, todos sabemos que la lucha contra estos energúmenos capaces de arruinar la vida de tantos jóvenes no siempre ha sido satisfactoria por parte de las distintas diócesis que debían aplicar las instrucciones emanadas desde las más altas esferas.
Creo cierto que Benedicto renuncia porque ve que no tiene garantizadas sus fuerzas para todos sus objetivos. Es un hombre mayor, durante toda su vida dedicado a una vida menos exigida en lo físico que en lo intelectual, y que las distintas actividades pastorales de su función conllevan un esfuerzo supremo, seguramente fuera del alcance de una persona de ochenta y cinco años que además no ha sido un atleta en su juventud.
Creo también que no quiere dejar al azar los destinos de la Iglesia que hoy conduce. Luego de la muerte de un Papa, si bien el fallecido tiene gran influencia en su sucesor a partir de la designación que realizara en vida de los cardenales que luego serán los electores del sucesor, en realidad queda en manos de las decisiones que puedan tomar los cardenales respecto a qué tipo de conductor quieren para el futuro. Esto puede salir “bien” como fue el caso del sucesor de Juan Pablo II o puede salir “mal” como dicen que sucedió al designarse a Juan Pablo I.
En la prosecución del modelo de Iglesia que Juan Pablo II quería, tuvo gran influencia Ratzinger. Tal vez no deseaba ser él el sucesor. Tal vez su designación fue la única forma de garantizar el “rumbo”, que otros no garantizaban (se dice que el fallecido Cardenal Martini podía ser el elegido lo cual hubiera sido un cambio muy fuerte).
Creo que ahora, luego de demostrado que no contaba con la fidelidad de la Curia Vaticana que había sido capaz de infiltrar hasta al mismo secretario privado del Papa, descubrió que la única forma de garantizar la continuidad era transformarse en el “Gran Elector”, para lo cual necesitaba estar vivo y para ello el único modo era renunciar al Obispado de Roma.
El 28 de febrero dejará de ser Papa. Su anillo seguramente será destruido, su sotana blanca quedará para algún museo, pero seguramente no perderá ni su celular, ni su conexión a Internet, que son las herramientas que necesita para que aquel sueño de una Iglesia que regresa a las bases fundantes del papado en el medioevo, sea realidad.
Este Papa y su Curia burocratizada, cuando hablan de la condena al mundo dominado por el “relativismo”, como gustan llamar a la cultura contemporánea, no hacen más que revivir la condena a la modernidad que realizara Pío IX, lo cual no es más que negar la realidad de una cultura que surge del mismo corazón de la humanidad y con la cual los cristianos debemos compartir y vivir el evangelio.
Benedicto lleva treinta y seis años como Cardenal. Treinta y dos de ellos con altas funciones en el Vaticano. Fue el teólogo de confianza de Juan Pablo II. Tuvo en sus manos la posibilidad de contener la marea conservadora vivida por la Iglesia desde la asunción al papado del beato Wojtyla. No sólo no lo hizo, sino que fue el arma intelectual de la reducción de la eclesiología conciliar a la concentración unitaria, en donde el papado asume la totalidad de las decisiones de la Iglesia universal.
Por todo esto, me parece que las esperanzas de una Iglesia moderna, que supere la mera utilización de las novedades en materia de comunicación, se ven totalmente desestimadas por la realidad. Benedicto, fiel a su carácter se ha demostrado como un gran estratega cuyos actos no tienen otro sentido que la ratificación de un rumbo que tendrá como consecuencias la perdida del sentido eclesial del Reino predicado por Jesús, lo cual hará que sigamos este camino de autodestrucción por falta de identidad. No es la cultura contemporánea la responsable de la perdida de sentido de la Iglesia, sino en todo caso su propia incapacidad para ser levadura en una masa que no elige, sino que le es dada.
Córdoba (Argentina), 18 de Febrero de 2013



[1] “EL NUEVO PUEBLO DE DIOS”. Joseph Ratzinger. Ed. Herder. 1972.  Pág. 299.

No hay comentarios:

Publicar un comentario