Jorge A. Gerbaldo
Extrema sorpresa vivió el
mundo, el martes 12 de febrero de este 2013, al conocerse a media mañana
romana, que Benedicto XVI, en un muy ajustado mensaje, anunció su renuncia
(¿abdicación?) a su responsabilidad como sucesor de Pedro, máxima
responsabilidad de la Iglesia
Católica Romana.
Lo extraño de la situación,
dado lo poco habitual del suceso, destrabó los más extraños análisis y los
aventurados vaticinios respecto al futuro de tan influyente comunidad religiosa.
Todos coinciden en la
profunda crisis que la Iglesia
Católica Romana sufre desde hace un par de
décadas, aunque las repercusiones alcanzadas por la decisión Papal parecieran
señalar que la crisis no alcanza a la influencia política que los gobiernos
occidentales sienten por parte del liderazgo católico.
Cuando un Papa muere, uno
siente en primer lugar la necesidad de rezar por su alma y en segundo lugar
pedir que el designado sea capaz de cubrir con las necesidades que en cada
momento histórico, la Iglesia, como Pueblo de Dios que peregrina en la tierra,
necesita para alcanzar su plenitud.
Ahora cuando un Papa
renuncia, lo primero que nos surge es preguntarnos: qué ha motivado tamaña
decisión? Y eso, es lo que ha llenado las primeras planas de los diarios del
mundo en estos días. Seguramente lo seguirá haciendo hasta el día en que
comience el cónclave para la designación del nuevo Papa, en que se empezará a
escribir sobre los posibles candidatos y el color del humo de las famosas “Fumattas”.
Dicen algunos especialistas
“vaticanistas”, que sobre estos temas “los
que saben no hablan y los que hablan no saben”. Seguramente es así, por
ello, como no sabemos, pero podemos pensar, es que se me ocurrió analizar las
que creo son las causas del retiro de Benedicto y sus consecuencias en el
futuro de la Iglesia de la cual indignamente formo parte.
Como todos han dicho, los
años del pontificado de Benedicto han sido años signados por gravísimos
conflictos: pedofilia; restauración preconciliar con el acercamiento a los
sacerdotes lefebvristas; la situación de los “Legionarios de Cristo” y su
fundador; el enfrentamiento personal con los responsables de las teologías
emergentes (teología de la liberación, teología feminista, teología ecológica;
eclesiología renovadora, etc.); su poca preocupación por el diálogo
interreligioso; y así podemos seguir con muchos otros temas.
Pero ante todo su problema
fundamental es su propia historia. Como responsable de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, Ratzinger fue el hombre más influyente del papado de Juan
Pablo II. Desde ese puesto signó esa etapa como la contra cara del Concilio
Vaticano II. Cuentan que Juan XXIII, cuando habló con los cardenales de la
necesidad de un Concilio, dijo que la Iglesia debía abrir sus ventanas para
recibir aire fresco, y que en ese renovar el aire, seguro algunos se
resfriarían. Parece que luego de la pronta muerte de Juan Pablo I, algunos
desarrollaron los anticuerpos del resfrío y salieron a enfrentar estos aires de
cambio.
Ratzinger, luego de ser uno
de los teólogos fundamentales del Concilio, encabezó desde la teología esta ola
conservadora que fue destruyendo cada uno de los movimientos fundacionales de
una Iglesia que buscaba reconciliarse con una sociedad que había cambiado en
profundidad.
Allá a principios de los
ochenta, con su condena a la teología latinoamericana de la liberación, inició
el movimiento restaurador dentro de la Iglesia. El nacimiento de los movimientos
eclesiales de tinte conservador, sirvieron como ariete al enfrentamiento a toda
posible renovación que surja desde las bases cristianas, viviendo su espíritu
comunitario como raíz de un cambio en el compromiso de la Iglesia con su
tiempo.
“…Lo cristiano existe
esencialmente en la Iglesia, la renovación cristiana pretende en concreto la
renovación de la Iglesia; no quiere sustituir o disolver la Iglesia, sino,
repitámoslo, sacarla a luz con su primitiva fuerza y pureza.”[1] Esto decía Ratzinger cuando aún creía en la necesidad del cambio.
Luego, enfrentó a todo aquello que buscara este objetivo, por él explicitado.
Como dijo Leonardo Boff en
una entrevista a la
cadena Telesur , Benedicto, desde su paso por el ex Santo
Oficio, creó toda una estructura de temor y control. El mismo Boff sufrió ese
sistema de control ideológico, con condenas que terminaron en duras
prohibiciones. Del mismo modo el teólogo jesuita Jon Sobrino, un español
nacionalizado salvadoreño, uno de los teólogos más brillantes del final del
milenio, fue condenado por él, al no acordar criterios teológicos con el “gran
censor” de Juan Pablo.
Esa estructura, sumada a la
tan mentada burocracia vaticana, recibieron como a un santo durante años a
Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo (luego descubierto
como pedófilo que abusaba de sus propios hijos) y condenaron al exilio
intelectual a todo pensador cristiano que tuviera el atrevimiento de proponer la
necesidad de una “glasnot” eclesial y una profunda reforma en la visión moral
de la Iglesia respecto a las actitudes que los pueblos han ido desarrollando en
su crecimiento como sociedades maduras que buscan integrar a todos en su seno.
Este es el Papa que hoy ha
renunciado. No obstante ello, también debe decirse que hizo cosas que fueron
rescatables, tales como las instrucciones para el tratamiento de casos de
pedofilia por parte del clero, que indicaba como obligatorio la denuncia a la
justicia ordinaria del país en que sucedieron los hechos. A pesar de esto,
todos sabemos que la lucha contra estos energúmenos capaces de arruinar la vida
de tantos jóvenes no siempre ha sido satisfactoria por parte de las distintas
diócesis que debían aplicar las instrucciones emanadas desde las más altas
esferas.
Creo cierto que Benedicto
renuncia porque ve que no tiene garantizadas sus fuerzas para todos sus
objetivos. Es un hombre mayor, durante toda su vida dedicado a una vida menos
exigida en lo físico que en lo intelectual, y que las distintas actividades
pastorales de su función conllevan un esfuerzo supremo, seguramente fuera del
alcance de una persona de ochenta y cinco años que además no ha sido un atleta
en su juventud.
Creo también que no quiere
dejar al azar los destinos de la Iglesia que hoy conduce. Luego de la muerte de
un Papa, si bien el fallecido tiene gran influencia en su sucesor a partir de
la designación que realizara en vida de los cardenales que luego serán los
electores del sucesor, en realidad queda en manos de las decisiones que puedan
tomar los cardenales respecto a qué tipo de conductor quieren para el futuro.
Esto puede salir “bien” como fue el caso del sucesor de Juan Pablo II o puede
salir “mal” como dicen que sucedió al designarse a Juan Pablo I.
En la prosecución del
modelo de Iglesia que Juan Pablo II quería, tuvo gran influencia Ratzinger. Tal
vez no deseaba ser él el sucesor. Tal vez su designación fue la única forma de
garantizar el “rumbo”, que otros no garantizaban (se dice que el fallecido
Cardenal Martini podía ser el elegido lo cual hubiera sido un cambio muy
fuerte).
Creo que ahora, luego de
demostrado que no contaba con la fidelidad de la Curia Vaticana que
había sido capaz de infiltrar hasta al mismo secretario privado del Papa,
descubrió que la única forma de garantizar la continuidad era transformarse en
el “Gran Elector”, para lo cual necesitaba estar vivo y para ello el único modo
era renunciar al Obispado de Roma.
El 28 de febrero dejará de
ser Papa. Su anillo seguramente será destruido, su sotana blanca quedará para
algún museo, pero seguramente no perderá ni su celular, ni su conexión a
Internet, que son las herramientas que necesita para que aquel sueño de una
Iglesia que regresa a las bases fundantes del papado en el medioevo, sea
realidad.
Este Papa y su Curia
burocratizada, cuando hablan de la condena al mundo dominado por el
“relativismo”, como gustan llamar a la cultura contemporánea, no hacen más que
revivir la condena a la modernidad que realizara Pío IX, lo cual no es más que
negar la realidad de una cultura que surge del mismo corazón de la humanidad y
con la cual los cristianos debemos compartir y vivir el evangelio.
Benedicto lleva treinta y
seis años como Cardenal. Treinta y dos de ellos con altas funciones en el
Vaticano. Fue el teólogo de confianza de Juan Pablo II. Tuvo en sus manos la
posibilidad de contener la marea conservadora vivida por la Iglesia desde la
asunción al papado del beato Wojtyla. No sólo no lo hizo, sino que fue el arma
intelectual de la reducción de la eclesiología conciliar a la concentración
unitaria, en donde el papado asume la totalidad de las decisiones de la Iglesia
universal.
Por todo esto, me parece
que las esperanzas de una Iglesia moderna, que supere la mera utilización de
las novedades en materia de comunicación, se ven totalmente desestimadas por la
realidad. Benedicto, fiel a su carácter se ha demostrado como un gran estratega
cuyos actos no tienen otro sentido que la ratificación de un rumbo que tendrá
como consecuencias la perdida del sentido eclesial del Reino predicado por
Jesús, lo cual hará que sigamos este camino de autodestrucción por falta de
identidad. No es la cultura contemporánea la responsable de la perdida de
sentido de la Iglesia, sino en todo caso su propia incapacidad para ser
levadura en una masa que no elige, sino que le es dada.
Córdoba (Argentina), 18 de Febrero de 2013
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